Cada vez que le hablaba del
último sobre rechazado me apartaba la mirada y se pasaba un rato sin dirigirme
la palabra. Le hacía sentir culpable y su manera de aliviarse era fingir que no
ocurría nada, aunque eso no cambiaba la situación. Se quedaba quieta, callada,
desnuda entre los reflejos de las luces de la noche. Tan hermosa como salida de
un cuadro en aquel instante, pero mi cabeza no era capaz de pensar en otra cosa
que no fuera cómo explicar lo nuestro cuando su marido volviera de la guerra.
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