Me había separado del grupo. No
iba el primero ni el último, pero iba solo. Llegué a un cruce en el que nada
indicaba por dónde continuaba el camino. No hablo de una simple bifurcación,
había muchas posibilidades para elegir. Traté de seguir algún rastro, encontrar
alguna señal que marcara la dirección correcta o hallar indicios de que un
camino fuera más frecuentado, pero fue en vano. Me decanté por la opción que
más se aproximaba a la dirección de mi destino, aunque era consciente de que de
nada serviría ese criterio tras un par de curvas. Me pasaba por la cabeza
incluso la idea de volver atrás cuando tuviera la certeza de saber cuál era el
camino, pero la idea de dar media vuelta se desvanecía cuanto más avanzaba.
Trataba de seguir con la mirada por dónde pasaban otros caminos, comprobando
que no se alejaran mucho y sabiendo que podía intentar cambiar de camino si las
cosas se volvían complicadas por donde iba. Realmente me sentía de todo menos
perdido. El sendero estaba envuelto por árboles que dejaban pasar la luz justa
para caminar sin sentir el freno de los rayos de sol a plena intensidad.
Una mujer mayor apareció sentada
en una roca a unos metros de mí. Decidí preguntarle por indicaciones, pues
llevaba bastante rato caminando a ciegas. Su cara estaba tan arrugada como la
piel que lleva horas en remojo y sus ojos se escondían detrás de unas gafas con
cristales gordísimos y redondos. Vestía toda de negro, hasta un visillo que le
cubría la cabeza. Me dijo que no iba mal, que si seguía tarde o temprano
empezaría a encontrar señales. Se paró un momento y me dijo que podría llegar
antes si en el siguiente cruce tomaba el camino de la derecha en vez del de la
izquierda. Pregunté si tenía algún tipo de indicación, pero lo único que hizo
ella fue sonreír de la manera más pícara que le fue posible y decir “es un
atajo”. Todavía con aquella sonrisa envuelta por los surcos de su cara me
despedí de ella y continué.
En cuestión de minutos alcancé el
cruce del que me había hablado. Una pila de piedras marcaba claramente el
camino de la izquierda, mientras que la derecha no invitaba a ser seguida bajo
ningún concepto. Había ido para vivir aventuras, pensé, sería una pérdida de
tiempo ir a lo fácil. Justo entonces comenzó la lluvia, si es que ese es el
nombre que se le podía dar. Más que agua cayendo era como si el aire estuviera
tan húmedo que las gotas de agua se condensaran inmediatamente al contacto con
la piel. Pronto mis botas se hundían en el barro. Mis pisadas se pegaban con
más fuerza al suelo y costaba arrancarlas para avanzar. Mis brazos estaban
fríos y mojados. Cada vez era más complicado articular las manos. No podía
hacer más que juntar los brazos al cuerpo y frotarlos para entrar en calor.
Entre la bruma divisé donde la
vista me alcanzaba la figura de una mujer. Tenía el pelo rubio y largo y un
poco rizado al final. Extrañamente me resultaba familiar. Aunque fuera por
abandonar la soledad decidí seguirla desde la distancia. Necesitaba saber quién
era y, quizás irrelevante pero muy importante para mí, qué hacía en ese camino.
Acelerar el paso fue provechoso para dejar de sentir el frío de la lluvia. La
aparición de aquella mujer fue muy oportuna, pero por mucho que tratara de
correr hacia ella no parecía acercarse. Podría haber gritado para que se
detuviera y me esperaba, pero me parecía ir en contra de la calma y el estado
natural del camino. Las piernas no hacían más que arderme, pero el dolor no me
podía frenar. Tenía que lograr lo que me había propuesto.
Girando por el último sitio por
el que había visto a la mujer encontré mi siguiente parada: una cabaña de
madera con una chimenea humeante. Definitivamente había alguien dentro. Sin
darme cuenta iba completamente mojado, en parte por la lluvia y en parte por mi
propio sudor. Estar parado delante de la cabaña observándola me hizo tiritar de
frío. Dentro seguro que se estaba a gusto. Entrar era la opción más sensata.
Pensé en la mujer. De una manera u otra me había llevado hasta ahí.
Dentro había un agradable olor a
incienso y una sensación de ambiente seco. Un hombre mayor y delgado se acercó
a recibirme con un “Namaste”. No sabía por dónde empezar. Todo me venía de
golpe a la cabeza y no era capaz de expresar algo con sentido.
-Elcaminoindicaballuviamuymojadomujerseñoraatajo…
Me hizo un gesto brusco para
hacer que me callara. Parecía molesto por mi actitud.
-Ponte de acuerdo, chico. No
puedes venir aquí con tantas quejas como si eso fuera a solucionar algo.
Supongo que querrás deshacerte de esa lluvia.
Asentí silenciosamente.
-La lluvia no es más que el
reflejo de tus preocupaciones. Crees que vas perdido, que no sabes por dónde ir
y te sientes desesperado. Pero la verdad es que todo eso no es cierto, está
todo dentro de ti. Tú has provocado la lluvia. En realidad tú eres el camino, y
cómo sea para ti depende únicamente de cómo te lo quieras plantear.
Aquello sin duda me hizo
reflexionar. Tras despedirse y desearme suerte abandoné la cabaña por una
puerta que había en la parte trasera. Me sentía mucho mejor. No me fijaba en si
hacía buen tiempo o si iba cómodo para caminar. Lo que más importaba desde ese
momento era disfrutar al máximo de la vida.
Finalmente, el camino llegó a un
claro y volví a encontrarme con los míos. Resultaba que cada uno había elegido
un camino distinto en aquel cruce, y cada uno tenía su propia historia que
contar después de su aventura. No era el primero ni el último en llegar, pero
desde luego ya no estaba solo.
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